Toronto, 2018. Un hombre de 25 años arremete con una camioneta alquilada contra peatones inocentes, dejando una estela de muerte y horror en una de las ciudades más seguras de Norteamérica. Su motivo no era religioso ni político. Era un manifiesto de odio. Su blanco: las mujeres. Su justificación: pertenecer a una comunidad que se autodenomina “incel”, abreviación de involuntary celibate, o célibe involuntario. Este atentado no fue un hecho aislado. Fue el síntoma brutal de un fenómeno digital que crece en la sombra: comunidades misóginas que habitan los rincones más oscuros del internet, alimentando discursos de odio, frustración sexual y violencia simbólica contra mujeres y hombres que no se alinean con su visión distorsionada del mundo.
El término “incel” surgió en los años noventa como una forma neutral para describir a personas que, por distintas razones, no lograban establecer vínculos románticos o sexuales. Pero con el tiempo, ese espacio de apoyo se transformó en un ecosistema tóxico de resentimiento, misoginia y radicalización, en el que muchas veces las mujeres son culpadas por el sufrimiento emocional de los hombres que se sienten rechazados. Los “incels” no son simplemente personas solitarias. Son individuos que, desde el anonimato, promueven una visión del mundo en la que las mujeres son vistas como objetos que deben recompensar con sexo el interés masculino. Cuando eso no ocurre, se desencadena la furia: primero verbal, luego virtual… y a veces, real.
El caso de Alek Minassian, el atacante de Toronto, fue uno de los primeros que llevó el término “incel” a los titulares internacionales. En su manifiesto en redes sociales, celebraba a Elliot Rodger, otro joven que en 2014 asesinó a seis personas en California tras publicar un video donde anunciaba que castigaría a las mujeres por no desearlo. Estos no son casos aislados. Son la punta del iceberg de una red de radicalización que ha llevado a múltiples actos de violencia armada, agresiones y amenazas en escuelas y espacios públicos, impulsadas por el odio alimentado en foros como 4chan, Reddit (en sus versiones más extremas), y otras plataformas menos visibles.
La lógica de los “incels” se basa en conceptos profundamente misóginos: que las mujeres solo eligen hombres por su físico o estatus (“Chads”), que los hombres “normales” son invisibles (“betas”), y que la única forma de revertir esta supuesta injusticia es a través del odio, el desprecio o la aniquilación simbólica del “enemigo”. Internet ha sido el caldo de cultivo perfecto: algoritmos que amplifican el contenido emocional y radical, falta de regulación en foros anónimos, y una sociedad que aún no reconoce la violencia digital como una amenaza concreta. Pero el problema no es solo virtual. La radicalización que comienza en línea puede terminar con vidas fuera de la pantalla.
Aunque el término nació en Norteamérica, la ideología “incel” ya tiene presencia en América Latina. En plataformas como X, foros clandestinos y canales de YouTube, jóvenes latinoamericanos reproducen discursos de odio, machismo extremo y victimismo masculino disfrazado de análisis sociológico. En contextos donde la desigualdad y la frustración social son profundas, la narrativa “incel” encuentra terreno fértil en adolescentes sin contención emocional, sin educación sexual y con un entorno familiar ausente o violento.
La respuesta no puede ser solo punitiva. Se necesita: Educación afectiva y sexual desde la infancia, para desmontar mitos sobre la masculinidad, el amor y el deseo. Intervenciones tecnológicas para limitar la difusión de contenidos que promuevan odio de género. Espacios seguros de contención emocional para hombres jóvenes, donde se puedan hablar las frustraciones sin caer en la violencia. Denuncias públicas y periodismo de investigación que visibilice lo que ocurre en la web profunda antes de que se transforme en tragedia.
El fenómeno “incel” nos recuerda que el odio de género no solo vive en la violencia física, sino también en los discursos, los memes, los videos virales y los silencios sociales que lo normalizan. En tiempos donde las plataformas digitales modelan la identidad de millones de jóvenes, ignorar lo que ocurre en las comunidades radicalizadas no es una opción. Porque el próximo ataque no comienza con un arma. Comienza con un clic, un foro, y una idea: que odiar está justificado. Y frente a eso, el periodismo, la educación y la justicia tienen la obligación de actuar.