En Washington, los vientos políticos han cambiado. Y con ellos, la ciencia vuelve a estar en el centro de una tormenta ideológica, una vez más bajo fuego desde los niveles más altos del poder. El nuevo episodio se desarrolla en la Agencia de Protección Ambiental de Estados Unidos (EPA), donde la administración de Donald Trump —con Lee Zeldin como nuevo jefe del organismo— ha comenzado a desmantelar de forma sistemática uno de los pilares de su función: la investigación científica independiente.
Científicos de carrera dentro de la EPA denuncian una censura progresiva de proyectos, la eliminación de comités asesores y la exclusión de expertos académicos en decisiones clave, lo que representa un retroceso grave en la lucha contra el cambio climático, la contaminación industrial y la salud ambiental. No es solo un giro administrativo. Es, según múltiples voces internas, un intento deliberado de debilitar el respaldo empírico que sustenta décadas de regulaciones ambientales en Estados Unidos.
El nombramiento de Lee Zeldin, excongresista republicano y figura leal a Trump, al frente de la EPA ha encendido alarmas en el mundo científico. Su historial como negador del cambio climático, crítico de las regulaciones ambientales y defensor de intereses energéticos conservadores lo convierte en el ejecutor ideal de una agenda diseñada para desarticular los avances de la última década en protección ambiental. Desde su llegada, investigadores reportan cancelaciones abruptas de estudios sobre contaminación atmosférica, reducción de fondos para monitoreo del agua, y una creciente presión para alinear resultados científicos con intereses políticos.
Este nuevo capítulo recuerda el primer mandato de Trump, cuando se retiró del Acuerdo de París, debilitó regulaciones sobre emisiones, y favoreció industrias contaminantes bajo el argumento del crecimiento económico. Sin embargo, lo que ocurre ahora es más sutil —y por eso mismo, más peligroso—: una erosión interna, técnica y silenciosa del aparato científico del Estado. Los comités científicos, tradicionalmente integrados por expertos independientes, están siendo reemplazados por consultores con vínculos industriales o antecedentes partidistas. La misión: reducir el poder de la evidencia científica en las decisiones regulatorias.
Cuando la ciencia es marginada, las consecuencias son tangibles. No se trata solo de datos: se trata de aire limpio, de agua segura, de niños que respiran sin enfermar, de comunidades que no son envenenadas por industrias sin control. Si los estudios sobre calidad del aire son censurados, las industrias contaminantes operan sin límites. Si se eliminan las mediciones sobre microplásticos en el agua, se entierra información clave para la salud pública. Si se paralizan los reportes sobre especies en peligro, se abre paso a proyectos extractivos sin evaluación de impacto.
El riesgo no es abstracto. Es respirable, bebible y medible en las tasas de enfermedad. A pesar del clima de miedo y represalias, un grupo de científicos dentro de la EPA está filtrando documentos, denunciando prácticas opacas y recurriendo a medios y organizaciones independientes para alertar sobre lo que está ocurriendo. Algunos lo hacen a riesgo de perder sus carreras; otros, bajo anonimato, documentan cada paso del desmantelamiento. Su objetivo no es político. Es ético. Defender el derecho de los ciudadanos a decisiones ambientales basadas en evidencia, no en ideología. Lo que está en juego no es solo el destino de una agencia federal. Es el principio básico de que las políticas públicas deben construirse sobre hechos verificables, no sobre narrativas oportunistas.
En tiempos de crisis climática, apagar la voz de la ciencia no es neutral. Es criminal. Y aunque este asalto ocurra dentro de oficinas en Washington, sus efectos llegarán tan lejos como el aire que respiramos y el agua que cruzan nuestras fronteras. Porque en materia ambiental, lo que se decide en silencio hoy, se paga en tragedias mañana