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Política Internacional

Protestas, dimisiones y ascensos populistas: la democracia a prueba en cuatro continentes

Se viven crisis democráticas en varias naciones como Francia, Japón y Nepal, donde los líderes políticos han dimitido debido a la presión social y el descontento popular.


Brasil vive una escena que parece sacada de un drama político global, pero que no sólo refleja crisis: también pone de manifiesto la fuerza cambiante de la democracia. En Francia, Japón y Nepal, liderazgos tambaleantes han cedido ante una presión social creciente, alimentada por frustraciones acumuladas, desigualdad, sensación de abandono y corrupción. Estos eventos no son meros hechos aislados, sino síntomas de una era donde los ciudadanos exigen que sus gobiernos dejen de postergar respuestas. 

En Japón, el primer ministro Shigeru Ishiba renunció al verse rebasado no solo por fuerzas políticas internas, sino por una oposición nueva de corte populista que capitaliza las esperanzas rotas de los jóvenes descontentos, particularmente de aquellos hombres que sienten que no encajan en el sistema político tradicional. Esa ruptura ayer impensable —la caída de un líder ante demandas de renovación— señala algo claro: la monolítica Línea Conservadora ya no tiene el monopolio del discurso. 

En Francia, el episodio fue otro golpe al centro político. François Bayrou perdió una moción de confianza luego de proponer un presupuesto que congelaba el gasto social, eliminaba días festivos y reforzaba el militarismo, todo en nombre del ajuste económico. La reacción fue violenta en las calles, con protestas masivas que sacuden el país y rechazan un esquema que muchos perciben como una agresión hacia su bienestar cotidiano. 

Nepal terminó esta semana con una explosión juvenil imposible de ignorar. El primer ministro K.P. Sharma Oli presentó su dimisión después de protestas que comenzaron por una censura propuesta de redes sociales y escalaron en violencia, construidas sobre una base de desigualdad económica, oportunismo político y una percepción generalizada de que el gobierno ya no representa al pueblo. El eco las redes sociales, la rabia callejera, los incendios y la revuelta concluyeron con una revocación urgente de la medida censora. 

Mientras tanto, Noruega —tal vez menos escandalosa, pero no menos significativa— vio cómo un partido populista de corte xenófobo, antiinmigrante y anti-globalización doblaba su porcentaje de escaños en el parlamento, convirtiéndose en la principal fuerza opositora. Los jóvenes, otra vez, se erigen como motor del cambio, inconformes con una élite política que no responde a la precariedad económica ni al desasosiego que estos tiempos han generado. 

Podría pensarse que todo esto es caos, deterioro, fractura. Pero hay otro ángulo: es la viva demostración de que la democracia, incluso en sus días más turbulentos, funciona. Permite la protesta, reconoce errores, cambia líderes; tiene mecanismos —votos, calle, instituciones— para recibir y reflejar el descontento. En los autocracias, esos mecanismos se silencian, los líderes se perpetúan, la disidencia se encarcela. Aquí, en cambio, hay rendición de cuentas. 

El reto ahora es monumental: no basta con que los líderes caigan o sean reemplazados. Es imprescindible que quienes asumen lo hagan con una promesa creíble de cambio estructural: transparencia, justicia económica, honestidad institucional, y una política que escuche en serio a los que hoy gritan desde la periferia. Si no, la desafección volverá y el populismo podrá ser más peligroso que un simple actor político; un fermento de desesperanza. 

Lo que vimos esta semana no es un derrumbe de la democracia, sino su prueba de resistencia. No sabemos aún si los sacrificios serán estériles o si abrirán paso a gobiernos capaces de recogerse, reconstruirse y encarnar otra expectativa colectiva. Pero en medio del fragor —en Japón, Francia, Nepal, Noruega— quedó claro algo incontestable: la democracia, con todos sus defectos, todavía late. Y quizás hoy más fuerte que nunca.

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