Claudia Sheinbaum escribió el día de ayer un capítulo con tinta histórica: por primera vez en más de dos siglos, una mujer presidió el “Grito de Dolores”, el acto central de la celebración de la Independencia de México. En el Palacio Nacional, al filo de la medianoche, su voz rompió la tradición masculina que durante generaciones bordó un ritual simbólico que trasciende presidencias, partidos e ideales. Esta jornada no será recordada solo como otra conmemoración patriótica, sino como un punto de inflexión sobre quién puede encarnar la patria en voz alta.
La escena ocurrió ante miles congregados, banderas ondeando, cantos populares y el eco del himno nacional como punto de unión. Sheinbaum, envuelta en solemnidad y expectativa, pronunció el “Grito” desde el balcón del Palacio, remitiendo a Hidalgo, Morelos, Josefa Ortiz de Domínguez y los héroes de la independencia. Fue un momento cargado de simbolismo: no solo por su género, sino por lo que representa que la primera presidenta del país marque esta noche con presencia, discurso propio y autoridad visible.
El gesto adquiere mayor densidad política si se mide a contra corriente del pasado reciente. México vive un momento de polarización intensa, de demandas sociales urgentes, de derechos pendientes, de regiones olvidadas. En ese contexto, el hecho de que una mujer, elegida presidenta en una ola de cambio, encabece esta tradición que desde hace siglos había sido reservada a voces masculinas —y a menudo varones poderosos—, no es mero ceremonial: es parte de la narrativa de transformación que prometió Sheinbaum, y un mensaje abierto sobre inclusión, reconocimiento y pertenencia política de quienes históricamente han sido marginadas.
Pero el simbolismo convive con expectativas. Quienes vieron el acto esperan más que palabras: exigen gestos concretos que superen los símbolos. Sheinbaum sabe que no bastará con haber pronunciado el “Grito”; tendrá que consolidar derechos, atender desigualdades profundas, responder con acciones firmes. La ciudadanía tiene ahora un punto de comparación: la nueva era que promete debe corresponderse con resultados tangibles. Escuelas, comunidades indígenas, mujeres que enfrentan violencia, jóvenes que buscan oportunidades: todos ellos escucharon esta noche lo que Sheinbaum dijo, pero ahora esperan lo que hará.
La noche del 16 de septiembre marca también un camino visible: México eligiendo con claridad quiénes pueden tener voz, quiénes pueden liderar los rituales más patrióticos, quiénes pueden ser autoridad simbólica. Pero también señala que esos rituales ya no pueden ser solo eso: símbolos congelados en la tradición, repetidos por el pulso de la costumbre. Que el símbolo se haga puente para el cambio.
Sheinbaum cerró su discurso con gritos colectivos de “¡Viva México!”, “¡Viva nuestra independencia!”, en medio del aplauso que mezclaba emoción, esperanza y, para muchos, un respiro político. Esta noche no fue solo una celebración histórica: fue un recordatorio de lo que significa estar presente, visible y reconocida en el balcón del poder. Y, sobre todo, de lo que aún está por hacerse para que esa visibilidad no sea excepción, sino norma.