En América Latina, el poder no siempre se gana; muchas veces se hereda. El debate entre nepotismo y meritocracia no es nuevo, pero sí urgente. Mientras algunos países intentan cimentar estructuras institucionales basadas en el mérito, la capacidad y la transparencia, otros siguen atrapados en redes de lealtades familiares, favores políticos y herencias partidistas que moldean desde la burocracia hasta las más altas esferas del Estado.
El nepotismo, ese sistema donde los lazos de sangre pesan más que el currículum, tiene raíces profundas en varias repúblicas latinoamericanas. En Nicaragua, por ejemplo, el régimen de Daniel Ortega y Rosario Murillo ha instaurado una dinastía política de facto. La vicepresidenta no solo es la esposa del presidente, sino también la figura más poderosa detrás del aparato mediático y de control del Estado. Sus hijos ocupan puestos estratégicos en negocios, medios y relaciones internacionales. El poder ha sido distribuido como patrimonio familiar.
Algo similar se observa en Cuba, donde aunque el liderazgo ha cambiado de manos, la estructura sigue permeada por designaciones directas, redes leales al Partido Comunista y mecanismos de cooptación que eliminan la competencia libre. En Venezuela, el chavismo también ha cultivado una cúpula cerrada donde las relaciones personales, la obediencia ideológica y los pactos familiares tienen más peso que el mérito técnico o la experiencia profesional.
En Honduras y El Salvador, aunque con matices, el fenómeno persiste. En los últimos años, se han denunciado múltiples casos de familiares de funcionarios beneficiados con contratos públicos, nombramientos diplomáticos y favores institucionales. Aunque los discursos presidenciales suelen hablar de cambio, la práctica mantiene vivas las viejas mañas.
Sin embargo, no todo el mapa está cubierto por las sombras del nepotismo. Hay países que han logrado avances, aunque frágiles, hacia modelos más meritocráticos. Uruguay destaca como uno de los ejemplos más consistentes. Con un sistema político relativamente estable, instituciones sólidas y niveles bajos de corrupción en comparación con sus vecinos, el acceso a cargos públicos se rige en buena medida por concursos, trayectorias y reglas claras. Chile, pese a sus convulsiones sociales recientes, mantiene una burocracia profesionalizada, y los procesos de selección para altos cargos técnicos suelen estar mejor regulados que en otras naciones de la región.
Costa Rica, por su parte, ha sido históricamente reconocida por su sistema de servicio civil y una administración pública basada en principios técnicos, aunque con desafíos crecientes. Colombia ha intentado avanzar con reformas institucionales que favorecen el mérito, especialmente en la rama judicial y algunos sectores del gobierno, aunque el clientelismo y la presión política siguen siendo obstáculos.
México representa un caso ambivalente. Aunque existe un marco legal que promueve el servicio profesional de carrera, la realidad muestra una coexistencia tensa entre meritocracia formal y prácticas informales de favoritismo, sobre todo en los niveles medios y altos de la administración. El fenómeno de los “cuates” y las redes políticas sigue vigente, y cada cambio de gobierno implica una barrida masiva de funcionarios, sin importar su preparación técnica.
En definitiva, América Latina sigue siendo un continente en disputa entre dos lógicas: la del apellido y la del mérito. El nepotismo erosiona la confianza ciudadana, degrada la calidad de los servicios públicos y perpetúa la desigualdad. La meritocracia, en cambio, no solo eleva la eficiencia del Estado, sino que representa una promesa de justicia y equidad. Aún queda mucho camino por recorrer. Y mientras algunos países avanzan con pasos firmes hacia instituciones más profesionales, otros insisten en confundir gobierno con propiedad familiar. En ese dilema se juega, en buena parte, el futuro democrático de la región.