En un mundo que celebra la hiperproductividad como virtud, sentirse sin energía, desmotivado o incapaz de cumplir con tareas mínimas suele cargarse con una etiqueta cruel: pereza. Pero detrás de esa palabra que suena a juicio moral, puede esconderse una realidad mucho más compleja y humana: el agotamiento mental, la ansiedad, la falta de estructura o simplemente una necesidad de descanso que el cuerpo y la mente ya no pueden ignorar.
Los expertos desmontan el mito de la “pereza” como defecto de carácter, y propone una mirada más compasiva —y efectiva— sobre cómo recuperar la motivación cuando el motor interno parece haberse detenido. La clave no está en forzarse a actuar, sino en comprender lo que bloquea, lo que agota y lo que se necesita reordenar.
El primer paso, coinciden psicólogos y expertos en salud conductual, es dejar de etiquetar el problema con términos que invalidan la experiencia personal. La “flojera” suele ser un síntoma, no una causa. Puede esconder fatiga crónica, depresión leve, inseguridad, desorganización emocional o estrés acumulado. “El cuerpo no es vago, es sabio”, dicen algunos terapeutas. Y cuando no quiere moverse, probablemente está tratando de decir algo. Pero vivimos en culturas donde detenerse equivale a fallar, y donde el valor de una persona se mide por lo que produce.
Según los expertos, hay estrategias prácticas para recuperar el foco sin caer en la trampa de la autoexigencia tóxica. Las tareas grandes y difusas paralizan. El truco es fragmentar los pendientes en acciones pequeñas y específicas. No pienses en “terminar el informe”, sino en “escribir el primer párrafo”. No “limpiar toda la casa”, sino “levantar los platos del escritorio”. El cerebro responde mejor a retos acotados y medibles. Un espacio desordenado, lleno de distracciones o asociado con el ocio perpetuo, le envía señales equivocadas a tu mente. Cambiar de lugar, reorganizar el escritorio o trabajar cerca de una ventana puede disparar un microcambio de actitud. Hacer por hacer no motiva. Pero reconectar con el propósito —aunque sea mínimo— puede activar la voluntad. ¿Para qué quieres avanzar en esa tarea? ¿Qué impacto tiene, por pequeño que sea? Las metas vacías queman. Las que tienen sentido, sostienen. El discurso interno importa. Decirte “no sirvo para nada” no es motivador: es destructivo. En cambio, reconocer que estás atravesando un momento difícil, pero que puedes dar un primer paso, es una forma más realista —y amable— de empujarte hacia la acción. El movimiento físico, incluso mínimo, tiene un impacto directo en la energía mental. Caminar 10 minutos, estirarte, poner música y bailar, salir al sol. El cuerpo en reposo prolongado entra en letargo; el cuerpo que se activa, dispara neuroquímicos que despiertan la motivación.
En tiempos de redes sociales, donde todos parecen estar “haciendo algo importante”, compararse es el camino más rápido hacia la desvalorización personal. Lo que no se ve en pantalla son los bloqueos, las pausas, los días improductivos que todos enfrentan, aunque no los muestren. Recordarlo ayuda a desinflar la culpa y reconectar con tu propio ritmo.
Llamar a alguien perezoso es fácil. Entender por qué no puede avanzar, es más difícil. Y sin embargo, esa es la tarea urgente si queremos construir culturas del bienestar y no del castigo silencioso. Porque detrás de cada persona que se juzga por no “rendir”, puede haber una historia de agotamiento, trauma no resuelto, expectativas desmedidas o simplemente falta de guía. La motivación no se impone: se cultiva. Y para eso, a veces, lo primero que se necesita no es exigencia… sino un poco de compasión. Y desde ahí, dar un paso. Solo uno. Luego, otro. Porque a veces, eso basta para comenzar de nuevo.