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América Latina

Ciudad de México es la ciudad más videovigilada de América

Mejor conocido como C5, cuenta con más de 130 mil cámaras activas distribuidas entre calles, avenidas, estaciones y edificios públicos.

Ciudad de México vive bajo la mirada constante de miles de ojos electrónicos. Con más de 130 mil cámaras activas distribuidas entre calles, avenidas, estaciones y edificios públicos, la capital mexicana se ha convertido en la ciudad más videovigilada de América. Lo que comenzó como un esfuerzo por reforzar la seguridad urbana se ha transformado en una red de observación permanente, una infraestructura que combina tecnología, poder y control en una de las metrópolis más densas y desiguales del mundo.

El sistema, administrado por el Centro de Comando, Control, Cómputo, Comunicaciones y Contacto Ciudadano —mejor conocido como C5—, forma parte de un proyecto de vigilancia masiva sin precedentes en la región. Las cámaras no solo graban, sino que también integran software de reconocimiento facial, análisis de movimiento y monitoreo en tiempo real. En un día cualquiera, los algoritmos procesan millones de imágenes y alertas que van desde delitos menores hasta emergencias médicas. Oficialmente, el objetivo es claro: reducir el crimen y mejorar la capacidad de respuesta de las autoridades.

Sin embargo, detrás de esa narrativa de eficiencia y seguridad se abren preguntas inquietantes. ¿Qué significa vivir en una ciudad donde casi cada esquina está vigilada? ¿Quién controla los datos que generan esos ojos digitales? ¿Y qué garantías existen para proteger la privacidad de los ciudadanos? En una urbe donde las desigualdades estructurales y la desconfianza institucional son profundas, la línea entre vigilancia y control se vuelve cada vez más delgada.

El modelo de Ciudad de México, inspirado en parte por los sistemas de videovigilancia de Londres y Pekín, ha sido elogiado por su efectividad en la resolución de delitos —el gobierno local asegura que miles de casos se resuelven gracias a las cámaras—, pero también criticado por la falta de transparencia en el uso de los datos y la ausencia de una supervisión independiente. Organizaciones civiles advierten que el sistema puede ser utilizado con fines políticos o represivos, especialmente en un país donde la seguridad nacional y la seguridad ciudadana a menudo se confunden.

Más allá de la tecnología, lo que el fenómeno revela es una transformación cultural. La ciudad, históricamente caótica y viva, ha aprendido a convivir con la vigilancia como una extensión del paisaje urbano. Las cámaras ya no sorprenden; son parte del mobiliario cotidiano, tan comunes como los semáforos o los anuncios luminosos. Pero su presencia modifica comportamientos, impone una nueva forma de autocontrol social, una versión moderna del “ojo que todo lo ve”.

La pregunta de fondo no es si la vigilancia funciona, sino a qué costo. En un país donde la violencia sigue siendo una amenaza diaria, la promesa de seguridad se vuelve tentadora, incluso si implica renunciar a cierta libertad. Lo que ocurre en Ciudad de México podría anticipar el futuro de muchas metrópolis latinoamericanas: un equilibrio frágil entre protección y privacidad, entre orden y libertad, entre tecnología y poder.

Bajo el sol o entre la lluvia, cada paso, cada rostro, cada movimiento queda registrado. Ciudad de México, la capital del caos y la vitalidad, se ha convertido también en la capital de la vigilancia. Una urbe que se mira a sí misma en miles de pantallas, convencida de que verlo todo es, de alguna manera, una forma de sentirse a salvo.

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