Han pasado seis meses desde que Donald J. Trump volvió a pisar la Oficina Oval. Medio año en el que Estados Unidos, y buena parte del mundo, han presenciado una reedición radicalizada del “America First”. Pero esta vez, el guion se ejecuta con mayor velocidad, menos restricciones institucionales y una retórica aún más frontal.
Lo que para algunos ha sido un regreso esperado y restaurador, para otros ha sido una advertencia hecha realidad: el segundo mandato de Trump no busca gobernar para unir, sino para reafirmar poder.
En estos primeros seis meses, el expresidente convertido en mandatario reincidente ha impulsado una agenda marcada por el proteccionismo económico, una política migratoria sin concesiones, leyes altamente divisivas y, sorprendentemente, una grieta dentro de su base más fiel. ¿El detonante? Su silencio —y presunto encubrimiento— frente a revelaciones explosivas en el caso Jeffrey Epstein.
Desde el primer día, la Casa Blanca activó una política exterior agresiva, con renovados aranceles a China, una guerra comercial abierta con México y tensiones diplomáticas con la Unión Europea. La narrativa es clara: reindustrializar Estados Unidos, reducir la dependencia global y castigar a los que, según Trump, “han abusado del país durante décadas”.
El resultado ha sido un repunte del nacionalismo económico, pero también una inflación importada que golpea a consumidores y empresas por igual. América Latina, especialmente México y Centroamérica, siente ya los efectos colaterales: menores exportaciones, desaceleración en cadenas de suministro y mayor incertidumbre para inversiones bilaterales.
El frente migratorio se ha convertido en el estandarte simbólico de esta nueva era. La administración ha reactivado y ampliado operaciones masivas de deportación, reinstalado la política de “Permanecer en México” y cortado fondos a ciudades santuario. Incluso se ha autorizado el despliegue de fuerzas militares en zonas fronterizas bajo la justificación de seguridad nacional.
Los números lo confirman: más de 600.000 detenciones en cinco meses, miles de familias separadas y una política de “tolerancia cero” que ha sido denunciada por organismos internacionales de derechos humanos.
Pero lo que inquieta no es solo el volumen de deportaciones, sino la velocidad con que se ha debilitado el sistema de asilo, la criminalización de ONGs en la frontera y la falta de transparencia en los centros de detención.
Trump ha aprovechado su retorno con una mayoría republicana disciplinada. En estos seis meses ha impulsado leyes que restringen el acceso al aborto, amplían el poder del Ejecutivo y limitan la independencia de agencias federales.
Su estilo de gobierno no ha cambiado: rápido, frontal, sin matices. Ha vetado resoluciones del Congreso, removido funcionarios críticos e intimidado públicamente a jueces que frenan sus órdenes ejecutivas.
La polarización es ya política de Estado. Y la institucionalidad, cada vez más frágil.
Pero si algo ha sorprendido incluso a sus aliados más cercanos, es el malestar creciente dentro de su base republicana por el manejo del caso Epstein. Nuevos documentos judiciales, filtraciones y testimonios han reactivado la presión mediática sobre las conexiones del magnate pedófilo con figuras del poder global. Entre ellas, antiguos colaboradores y donantes de Trump.
Hasta ahora, el presidente ha optado por minimizar el tema. Pero su silencio —sumado al bloqueo de investigaciones desde el Departamento de Justicia— ha encendido alarmas en sectores conservadores cristianos, grupos de ultraderecha y figuras influyentes del trumpismo que exigen transparencia.
Algunos han comenzado a distanciarse. Medios antes incondicionales ahora deslizan críticas. Y voces que construyeron la narrativa de “Trump, paladín contra el Estado profundo” ahora se preguntan si hay una verdad que él también quiere ocultar.
El segundo mandato de Donald Trump ha sido, hasta ahora, una tormenta de decisiones veloces, controversias agudas y cambios estructurales en la arquitectura democrática de Estados Unidos. Ha consolidado poder, marcado el pulso global y reforzado su visión de un país replegado, duro y sin medias tintas.
Pero ha pagado un precio inesperado: la erosión de su propio mito entre quienes lo elevaron como símbolo del anti-establishment.
A seis meses de su regreso, el mandatario sigue gobernando como si el tiempo se acabara mañana. La pregunta no es si resistirá la presión externa. Es si sobrevivirá al descontento que ha comenzado a brotar desde dentro. Porque cuando hasta los leales empiezan a dudar, la verdadera batalla apenas comienza.