La histórica Universidad de Columbia, una de las instituciones académicas más prestigiosas de Estados Unidos, se encuentra hoy en el centro de un torbellino político, social y ético que amenaza con redibujar los límites de la libertad de expresión en los campus universitarios. En un movimiento sin precedentes, la administración de Columbia ha expulsado a varios estudiantes y revocado títulos ya otorgados debido a su participación en protestas pro-palestinas, bajo una creciente presión del gobierno federal encabezado por Donald Trump.
Las medidas, anunciadas tras semanas de tensiones y manifestaciones en el campus de Morningside Heights, han sido justificadas por la universidad como una respuesta a “violaciones graves del código de conducta estudiantil”. Sin embargo, fuentes cercanas a la comunidad académica señalan que la verdadera motivación detrás de estas sanciones es política. Las acciones disciplinarias coinciden con declaraciones recientes del expresidente Trump, quien ha exigido “mano dura” contra lo que denomina “militancia radical antiisraelí” en instituciones educativas financiadas con fondos públicos.
Para muchos observadores, esta escalada marca un punto de inflexión en la relación entre el poder político y la autonomía universitaria. La decisión de Columbia no solo ha generado indignación entre sectores estudiantiles y defensores de derechos civiles, sino que también ha despertado una profunda preocupación internacional sobre el futuro de la libertad académica en Estados Unidos. La revocación de títulos, una sanción extremadamente rara y simbólicamente devastadora, ha sido interpretada como un castigo ejemplar con efectos intimidatorios.
Organizaciones como la ACLU y Human Rights Watch han condenado las expulsiones, señalando que la protesta pacífica —incluso cuando es disruptiva o polémica— forma parte del ejercicio legítimo de los derechos constitucionales. Varios profesores, entre ellos catedráticos de renombre mundial, han emitido cartas públicas expresando su rechazo a lo que consideran un “peligroso precedente de censura institucional”.
El trasfondo de esta decisión se enmarca en un clima nacional polarizado, donde el conflicto entre Israel y Palestina se ha convertido en una línea divisoria dentro del debate político estadounidense. La administración Trump, en su nueva campaña por recuperar la Casa Blanca, ha hecho del alineamiento incondicional con Israel un pilar de su narrativa internacional, y ha apuntado con severidad a las universidades como supuestos focos de “odio disfrazado de activismo”.
Mientras tanto, Columbia enfrenta demandas, protestas continuas y un escrutinio que no cesa. La comunidad universitaria, una vez símbolo del disenso crítico y la pluralidad de pensamiento, se debate ahora entre la defensa de sus principios fundacionales y el temor a represalias políticas. Lo que está en juego no es solo el destino de unos cuantos estudiantes, sino el alma misma de la educación superior en un país donde las ideas, incluso las más incómodas, deberían ser discutidas, no silenciadas.
La pregunta que flota en el aire es inevitable: ¿puede una universidad seguir llamándose libre cuando sus decisiones están subordinadas al pulso de la política? Columbia, al menos por ahora, ha ofrecido una respuesta que resuena más con el eco de la obediencia que con la dignidad del pensamiento crítico. Y en ese gesto, miles ven una advertencia sobre lo que podría convertirse en la nueva norma.