Con la promesa de proteger la industria nacional y castigar a sus adversarios comerciales, Donald Trump ha propuesto una nueva ola de aranceles que podría transformar radicalmente el precio de bienes cotidianos en Estados Unidos. Pero detrás del discurso proteccionista, hay una realidad ineludible: serán los consumidores quienes terminen pagando la factura.
Las tarifas propuestas podrían elevar el precio promedio de muchos productos esenciales, desde alimentos y electrodomésticos hasta vehículos y materiales de construcción. Trump ha sugerido imponer un arancel general del 10 % a todas las importaciones y elevar aún más los gravámenes a países como China y México.
Los economistas advierten que esta medida tendría efectos similares a un aumento de impuestos para las familias trabajadoras. No es una suposición: durante su primer mandato, las tarifas aplicadas a productos chinos llevaron a un alza en el costo de bienes como lavadoras, muebles y tecnología. Las empresas, enfrentadas a un aumento en los costos de producción, trasladaron esos sobreprecios al consumidor final.
En esta ocasión, el escenario es aún más sensible. La inflación ha sido uno de los temas más álgidos del último ciclo económico en Estados Unidos, y los hogares de clase media y baja apenas comienzan a recuperar poder adquisitivo tras años de precios elevados. Una política arancelaria más agresiva podría frustrar esa recuperación y reactivar presiones inflacionarias justo cuando la Reserva Federal intenta contenerlas sin frenar el crecimiento.
Además, la propuesta de Trump no ocurre en el vacío. Responde a una narrativa de confrontación geopolítica, particularmente con China, pero también con aliados comerciales. México, por ejemplo, figura como objetivo para nuevas restricciones bajo el argumento de seguridad fronteriza. Esto podría tensar aún más la relación con uno de los principales socios económicos de Estados Unidos y complicar la integración regional en sectores clave como el automotriz, la agricultura y la tecnología.
El impacto también sería político. La medida busca apelar al electorado industrial del “Rust Belt”, donde el discurso del proteccionismo ha calado profundamente. Pero en una economía interdependiente, los costos de esa protección podrían sentirse en todo el país, desde supermercados hasta sitios de construcción, y desde grandes urbes hasta comunidades rurales.
En resumen, lo que Trump presenta como una herramienta de defensa nacional y prosperidad económica podría terminar siendo un boomerang fiscal contra los propios votantes estadounidenses. El proteccionismo puede ser una promesa seductora, pero sus consecuencias suelen golpear con fuerza donde más duele: en el bolsillo de la gente común. Y en un país donde la inflación es todavía una herida abierta, jugar con los precios no es solo una apuesta económica, sino también un riesgo político de alto voltaje.