En el corazón de los debates migratorios y de identidad nacional, la ciudadanía por derecho de suelo —o jus soli— sigue siendo una de las políticas más discutidas y, a la vez, más definitorias de la relación entre un Estado y quienes nacen en su territorio. Este principio, adoptado por países como Estados Unidos, Canadá y buena parte de América Latina, otorga automáticamente la nacionalidad a toda persona nacida dentro de sus fronteras, sin importar la situación migratoria de sus padres.
En su origen, el jus soli fue concebido como un acto de inclusión y cohesión social, una manera de integrar a hijos de inmigrantes y evitar la formación de comunidades apátridas. En sociedades construidas por sucesivas olas migratorias, se convirtió en una herramienta para forjar identidad común y garantizar igualdad de derechos desde el nacimiento. Sin embargo, en las últimas décadas, la política ha sido objeto de cuestionamientos en un contexto marcado por tensiones sobre migración, seguridad fronteriza y populismo político.
Quienes defienden su vigencia argumentan que renunciar al derecho de suelo erosionaría los cimientos democráticos y abriría la puerta a formas de exclusión institucionalizada. Para ellos, el principio no solo es un asunto legal, sino un compromiso moral que impide que un niño cargue con las decisiones o la condición migratoria de sus padres. Por el contrario, los críticos sostienen que el jus soli puede actuar como incentivo para la migración irregular y que, en determinados países, fomenta lo que denominan “turismo de parto”, es decir, viajes con el único propósito de obtener la nacionalidad del país de nacimiento para el recién nacido.
En América Latina, el derecho de suelo es ampliamente aceptado, aunque con matices: naciones como Chile y Argentina lo mantienen como política central, mientras otras han incorporado requisitos adicionales, como la residencia legal de los padres. En Estados Unidos, su permanencia está hoy bajo un escrutinio inédito, con propuestas para limitarlo o incluso eliminarlo, lo que representaría un cambio profundo en la tradición constitucional del país.
Más allá de las disputas políticas, el debate sobre la ciudadanía por derecho de suelo expone una tensión de fondo: ¿es la nacionalidad un acto jurídico que refleja la pertenencia a una comunidad, o una herramienta que el Estado puede condicionar según su conveniencia? La respuesta, en cada nación, define no solo quién es considerado ciudadano, sino también qué valores sostienen la arquitectura de la república. En un mundo donde las fronteras se endurecen y las migraciones se multiplican, el jus soli se ha convertido en un espejo que refleja, con crudeza, la manera en que los países deciden quién pertenece y quién queda al margen.