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Ciencia y Salud

Hombres, ¿adónde se han ido?

En un reciente artículo, publicado en New York Times, se reflexiona sobre un fenómeno silencioso que recorre las relaciones humanas contemporáneas: la desaparición emocional y social de una generación masculina.


La pregunta es tan simple como devastadora: ¿dónde están los hombres? En su reciente artículo, publicado en New York Times Modern Love, la escritora Rachel Drucker reflexiona sobre un fenómeno silencioso que recorre las relaciones humanas contemporáneas: la desaparición emocional y social de una generación masculina que parece haberse replegado, incapaz o renuente a ocupar su lugar en el amor, en la conversación y en la vida pública.

No se trata de ausencia física, sino de una desconexión más profunda. En una era hiperconectada, muchos hombres —dice la autora— están emocionalmente fuera de línea. Se retiran del compromiso, rehúyen el conflicto y se refugian en la pasividad, en la ironía o en el consumo de distracciones digitales que anestesian cualquier intento de intimidad real. El resultado es una epidemia de soledad compartida: mujeres que buscan presencia y hombres que parecen haberse disuelto en el ruido del mundo moderno.

El texto, que se ha viralizado por su honestidad sin dramatismo, traza un retrato generacional que combina empatía y advertencia. La autora no acusa; observa. Sostiene que los hombres no han desaparecido, sino que se han perdido dentro de un sistema que los ha dejado sin brújula. Entre los discursos de masculinidad tóxica y los imperativos del cambio social, muchos no saben qué lugar ocupar. Han crecido entre la expectativa de fuerza y la exigencia de sensibilidad, entre el mandato de proveer y la demanda de vulnerabilidad. Y en ese terreno contradictorio, algunos optan por desaparecer del todo.

El texto propone una hipótesis tan inquietante como reveladora: la crisis de la masculinidad no es solo cultural, sino espiritual. En un mundo que ha exaltado la independencia hasta el aislamiento, la figura del hombre que se compromete —consigo mismo, con otros, con la realidad— se ha vuelto una rareza. Las relaciones se fragmentan, las conversaciones se vuelven superficiales y los vínculos se disuelven en pantallas y algoritmos. No hay espacio para la profundidad cuando el miedo al rechazo y la fatiga emocional dominan el terreno.

Pero el ensayo no se queda en la nostalgia. Sugiere que la verdadera reconstrucción no vendrá de culpas ni etiquetas, sino de una nueva forma de presencia. “Queremos que regresen”, escribe la autora, refiriéndose a los hombres, “no para liderar, ni para dominar, sino para estar”. Ese verbo —estar— resume la carencia esencial de la época: la de la atención, la escucha, la entrega emocional. El artículo, más que un reclamo, es una invitación a recuperar la capacidad de habitar la relación con el otro sin miedo ni huida.

En el fondo, lo que plantea no es una crisis masculina, sino humana. Vivimos una era en la que todos —hombres y mujeres por igual— lidiamos con la tentación de desaparecer: de desconectarnos, de no sentir, de protegernos del riesgo del amor. La desaparición de los hombres es solo un reflejo de esa renuncia colectiva a la vulnerabilidad. Y tal vez, al pedir su regreso, lo que realmente pedimos es algo más profundo: que todos aprendamos de nuevo a permanecer.

El artículo de Drucker no ofrece respuestas definitivas, pero deja una verdad incómoda flotando en el aire: la soledad contemporánea no es inevitable, pero exige que alguien, en algún punto, decida volver a estar presente. Y para eso, antes que tecnología o discursos, necesitamos algo más simple y más escaso: valor.

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